jueves, 4 de diciembre de 2008

Una historia de amor


Al principio no fue amor, era más bien un cierto deseo posesivo.

Quise tenerla entre mis pertenencias, coleccionista más que amante, aunque ya intuía que ella sí podría cubrir mis silencios, rellenar mis vacíos con el calor de su piel tostada. Yo entonces pensé que la amaba, pero lo que fue creciendo en algún recóndito rincón entre mis vísceras fue una pequeña sensación de odio, el enfado del deseo insatisfecho que se alimentaba con la distancia y que, al cabo de los días, fue un abismo gris, un pozo oscuro de agua muerta.

Pensé que eliminando obstáculos se allana el camino, e intenté ponérselo más fácil cambiando hábitos y costumbres, corrigiendo rutinas para que la mía se acomodase a la suya. Hacerme imprescindible por ser inevitable y, en esa suerte de estrategia calculada, ocultar otros rostros, otras miradas también repletas de deseo. Y cuando creí que ya todo estaba hecho el horizonte tomó forma de venganza.

Ella también manejó hilos, tendió redes invisibles que sembraron la desgracia. Y de nuevo el pozo a mis pies, como fauces de un dragón hambriento que no atiende a razones ni a demandas.

Dicen que el tiempo lo cura todo, pero tampoco es cierto. A lo sumo separa la mirada, otorga nuevas perspectivas que modulan el pulso de la sangre. Y yo, en una pirueta impropia, en un arrebato de locura aún inexplicado, la perdoné por completo, sin esperar nada a cambio, como un bautismo limpio que borra todas las huellas del pasado.

Entonces sí la amé. Sentí el amor por los cuatro costados y, desde entonces, con una rosa roja en la mano, visito su tumba para ahogar mi llanto.