viernes, 19 de junio de 2009

El Johnny no se cierra




Enfrentarse a la noticia del cierre del Johnny es muy duro.
Estuve como colegial entre 1980 y 1985. Disfrutando con los amigos, aprendiendo a afrontar la vida y, por supuesto, escuchando la mejor música que existe.
Fueron muchas las alegrías: el ciclo de cine francés que proyectaba en 16 mm., los campeonatos de futbito, el equipo de ajedrez y el aprendizaje del jazz de la mano de Alejandro Reyes (aquí no se pueden poner todos los nombres, sería demasiado extenso, pero van desde Art Blakey -que entonces yo no sabía quién era- hasta Tete Montoliú, pasando por Dexter Gordon, G. Adams, D. Pullen, D. Richmond y tantos y tantos otros).
Pero lo más importante era que todo eso lo hacíamos posible nosotros, los colegiales, en un ambiente de libertad que no he vuelto a conocer desde que terminé de estudiar en la Complutense. Y por eso no me extraña que colegiales de todas las épocas se junten para gritar que ¡el Johnny no se cierra! Lo contrario sería un serio atentado cultural.
Circula un manifiesto que merece ser firmado (http://www.excolegialescmusanjuan.com/) y espero que, aunque sólo sea por una vez en la vida, la cordura triunfe sobre la sinrazón y la barbarie.

domingo, 14 de junio de 2009

Relato publicado en "La Voz" (junio 2009)




LOS OTROS

Antes soñaba con ellos. Conseguí perderlos de vista pero visitaban mis sueños cada noche, una tras otra, sin descanso. A veces dormía profundamente y por la mañana, al despertar, no notaba que habían estado conmigo, pero sabía que no era cierto. Otras, cuando alguna preocupación quedaba en mi cabeza en el momento de cerrar los ojos, me despertaban con desasosiego y sabía con certeza que ya no podría volver a dormir esa noche. Permanecían allí, tan nítidos, que algunas veces pensé que estaban al alcance de mis manos, y que con sólo extender mis brazos podría agarrar el cuello de alguno, apretar con fuerza, presionar con mis pulgares sobre su tráquea y notar cómo sus venas se hinchaban por la sangre retenida.
Hacía tiempo que comenzaron a hacerme la vida imposible en el trabajo. No de una manera manifiesta que pudiera advertir sin disimulo, sino con una estrategia calculada en la que aparentaban ser mis más cómplices compañeros, mientras que urdían a mis espaldas una compleja trama de rencores, de envidias ciegas que, en el momento exacto, terminaron por derribarme sin el más mínimo escombro. El terreno quedó limpio, espacio diáfano para sus ineptitudes, y yo desaparecí como desaparece un soplo, sin memoria y sin olvido.
Tuvieron que pasar años de tristeza, de un rencor inerme que me marcaba el rostro, hasta encontrar una suerte de paz externa que me ayudara a pasar los días, perdidas ya las noches por obra de los sueños. No voy a entrar en detalles ni pormenores de aquello que pretendo en el olvido, pero sí puedo asegurarles que la tristeza, tornada en amargura, colmó los años de puro sufrimiento. Y cuando pensé, a modo de consuelo, que al menos los perdía para siempre, entraron en mis sueños y allí quedaron instalados como inquisidores eternos, como esos depredadores de segunda fila que aguardan el momento para rematar la faena, dictándome con sorna mil bajezas y murmurándome al oído insultos y amenazas.
Entonces sucedió algo imposible. Un día (aunque más exacto sería referirme a la noche) dormí tranquilo, plácido, sin más perturbación que mis propios ronquidos y el calor de la piel que me acompaña. Y al levantarme supe, de inmediato, que aquello no era bueno, que quebrar esa rutina me obligaba a enfrentarme a nuevos desajustes. Porque no se habían ido, simplemente habían vuelto.
Comencé a encontrarlos por las calles, como esas casualidades urbanas en las que nunca reparamos. Volvía una esquina y allí había uno, como mirando cualquier escaparate y sin prestarme la más mínima atención, y yo cambiaba rápido de acera y apresuraba el paso para no ser visto, pero con la certeza de sentirme vigilado, espiado nuevamente para poder dar cuenta de una nueva fase en ese proceso lento, inexorable, que había de encaminar mis pasos a la tumba.
Cambié mis hábitos, tracé nuevas rutas explorando calles que hasta entonces desconocía, pretendiendo esquivar lo inevitable. Y cuando alguna tarde, pensando ingenuamente que ese día sería distinto al resto, me escondía en una oscura sala de cine y percibía, dos filas más atrás y hacia mi izquierda, que unos ojos me miraban con paciencia mientras sus bocas dibujaban guiños burlones, sardónicas sonrisas, notaba una sacudida helada, como una breve descarga eléctrica, el pulso se apremiaba y mis pies corrían a encerrarme dentro de mi casa.
Tardé en armarme de valor, o de inconsciencia. Adiviné, más por eliminación que por sabiduría, que había de enfrentarme a ellos cara a cara, y antes de que afrontaran nuevos actos que acabaran con lo poco que de mí quedaba.
Fue una tarde radiante, de cielo despejado, cuando uno de ellos se interpuso en mi camino. Ya desde lejos buscaba mi mirada y lo esperé tranquilo, con respiraciones profundas y alargadas, de esas que dicen que relajan aunque realmente no sirven para nada. Y a un metro de mí adelanté mi mano, como un saludo cortés y cotidiano. La suya estaba fría, creo que sudaba, y con mi mano libre le enterré en el vientre mi navaja.
Abrió la boca pero quedó mudo, mientras yo apretaba las cachas blancas, transparentes, de asta de toro que, a esas alturas, se manchaban con su sangre oscura, blanda, sucia y pegajosa.
Desde entonces ya no he vuelto a ver ninguno. Duermo tranquilo y vuelvo a soñar, como en la infancia, que surco el aire volando con mis alas.